martes, 8 de abril de 1980



Y ella que se creía tan peripuesta con su machito del brazo, tan segura. La dejó cuanto antes acabó de sacar calor y partido del cuerpo y se fue por donde vino. Marchó quedándola viuda y compuesta. Que hay muchas viudas que son de vivos y no precisamente emigrados. Tiene que sostenerse la teoría de que entre los que, cotidianamente, llamamos vivos los hay que están muertos y bien muertos. Por lo general no tienen código de tráfico moral y hacen daños irreparables a los vivos que arrasan a su paso. La dejó triste, desconsolada y más pelada que el gallo de Morón cacareando.

Pero sea por lo que fuere o porque el hombre es un animal que se busca y, por lo tanto, habría que decir lo mismo de la mujer, aunque cada uno lo haga de maneras diferentes. La mujer prefiere el espejo. Busquémosla en esa superficie lisa, en su engañoso y turbio interior. Seamos sabios como la madrastra del cuento, y razonables.
La crítica que las mujeres hacen a su cuerpo tiene que finar por ser implacable. Se puede constatar que muchas mujeres, la mayoría de las mujeres se angustian por su cuerpo, sea éste, o hablando en plural, esbeltos y bellos, chaparros, gordos, anchos, delgados, altos, bajos, adornados, sin adorno, breves, luengos, inmensos, de foca, de león, de liebre, de ardilla, de colibrí, de osa, de oso, de avispa tallado o de cualquiera otra catadura o entorno, contenido o continente, muerto o vivo. La preocupación de las hembras por sus cuerpos llega aún más allá, de manera que nos hace trastabillar, dar diente con diente y hasta hacernos monjes en algunos casos irreparables. Su extensión es inmensa, realmente masiva. El malestar con su cuerpo es el fantasma que recorre a todas. Una preocupación general, una atención obsesiva a lo que una debe o no debe comer, un subyacente sentimiento de hormigueo, de incomodidad y una enorme sospecha al delito de hacer demasiado una cosa y no lo bastante de otra. Son los gestos de contraste de una obcecación con el cuerpo que afecta, actualmente, a millones de féminas.

Existe la creencia ingenua de hacer del cuerpo un centro de atracción y así será, en realidad, una palestra apropiada para los intereses femeninos. La mujer liberada y moderna tiene que ser sana y atlética, según las exigencias más preclaras. Sin indagar de quien parten esas exigencias y el porqué ha de ser así. Está el fantasma en la calle, en los cines, en los teatros, en las casas, en las alcobas, en el retrete, en el cerebro en fin. El no al ejercicio lleva a sufrir la misma clase de culpa que se acostumbraba asociar con las ninfas que comían chocolates y eran culosgordos y cachazudas. Los cuerpos de las féminas han de ser vistos como puramente decorativos, según se imponen a ellas mismas. Tomando prestada la retórica del movimiento de las mujeres, ese meneo de locuelas que de vez en cuando dicen mucha verdad, pero que clavan pocos aguijones (madrazas ellas) en el meollo del asunto: esos verdaderos fabricantes que vendían cuerpos para lucir, venden ahora ese modelo a la última este año, completado con las variopintas opciones de salud corporal: fuera tacones, carreras y paseos gimnásticos. Las mujeres deben ser hoy fuertes y flexibles. Deben de invertir su tiempo y su energía emocional en procurar ser sanas y tener buena apariencia. ¿Para qué?, ¿para quién? El Macho espera a la puerta de la novia con azahar.

Junto con esas manías susodichas o emitidas, aquí el discurrir de este escrito en el espejo parece ser subjetivo, está la tendencia a dividir los cuerpos femeninos en compartimentos, habitaciones, partes, fragmentos cada vez más pequeños. Coincidiendo con los deseos de las mujeres de ser vistas, como todo el mundo, al margen de su papel de esposas, de madres, la industria de la belleza ha venido partiendo, viviseccionando, trinchando los cuerpos y presentando los trozos en páginas de revistas para la mujer, en porciones cada vez más pequeñas. Y todas creen que las distintas partes del cuerpo, de sus cuerpos, tienen que ser como se les muestran. Unos labios brillantes, jugosos, sensuales, unos pintados ojos, un suave pronunciamiento de piernas de rodillas para abajo, llega a representar a la feminidad. De esto al dicho de un bruto ceporro de que la mujer es un coño con patas, no va diferencia esencial, si descontamos, tal vez, la garrulería de la bestial definición, por su esencial desnudez y sinceridad y lo farragoso de las nuevas formas civilizadas que reparten el cuerpo en más pedazos, no sólo los dos del gárrulo dicho, sino además otros de los que sacar diversos usos y comercios. Supone un esfuerzo especial -retomando la división femenina-: labios, ojos, pelos, orejas, piernas... Reunir de nuevo esos fragmentos. Y así, las féminas, atrapadas en el esfuerzo de lograr una mayor perfección de cada una de las partes del cuerpo, de los cuerpos, en los espejos reflejados. Cremas, plásticos, cirujanos, magias, budú, hipnosis, uñas falsas, cabezas postizas, dientes de otros, pestañas semipermanentes, andar prestado, senos de silicona, extracción de la capa grasa de las caderas, extracción de pieles avejentadas y con lunares y suciedades, arrugas, verrugas, pelos, son sólo algunos de los usos, goces, prácticas o costumbres con que el mercado atosiga a las damas y damiselas y los galafates hacen su agosto.

Y el ideal de la delgadez femenina continúa en ascenso como si de otra competición deportiva se tratara, o bien al pairo de ellas, ideologizada por ellos. Y el varón creó los deportes. La señorita elegida como la más bella del mundo cada año, las modelos de la moda, las maniquíes de las tiendas e incluso las estrellas de cine, pese a hartarse de chocolates, son cada vez más delgadas. Así hay ingenuos que puedan pensar que desaparezcan de puro flacas.

Inseguras con su aspecto, son inseguras con todo lo demás, y la dona sigue siendo voluble como la pluma al viento, tal como legisla el tenor macho. Una ninfa se pone unos pantalones vaqueros, barbotea en un lenguaje infantil, contrae los músculos del trasero, pone su cara de mirarse en este espejo, se coloca en el ángulo cuya reflexión piensa, ingenua, que le favorece más (¿para quién?, para qué príncipe?) y mira a su propia imagen esperando encontrar algo, alguna cosa en su porte, con lo que pueda convivir o, por lo menos, sobrevivir. La pregunta que se hace a sí misma: “¿cómo estoy?”, encubre la esperanza el igual que la ansiedad que le agobia como pesa de losa que engorda y achata su cuerpo. La esperanza de que ha sido capaz de confeccionarse una imagen que vaya. ¿A quién? La ansiedad de no resultar bien, muy al contrario: ridícula o no atractiva. ¿A quién tiene que atraer? ¿Quién le impone, qué le impone tener que ser atractiva como dogma teológico de salvación o condenación?

Ella reza el rosario cada día como hace sus ejercicios gimnásticos. Ella cree en todo lo que él le dice para su salvación eterna. Así alcanzará el reino de los cielos, la gloria bendita y, si no eterna, a lo menos según las pautas marcadas.

Si el pantalón no le va, la culpa es de ella, no del pantalón y quien lo trajo y lo hizo. Se convence de que necesita cambiar algo respecto a lo que su cuerpo es. No ella, sino su cuerpo. Eso, que ha de estar al servicio de alguien innombrable. Pero no está sola. Casi todas las mujeres, hembras, féminas, varonas, señoras, señoritas, gachís, evas, comadres, donas, damas y damiselas quieren cambiar algún aspecto de sus cuerpos. Más cuando se les predica el cambio en carteles, televisiones, cines, periódicos, revistas y en campañas políticas. Todas están unidas. Cometiendo el mismo error que el proletariado, de unirse sin saber muy bien para qué.

Para algunas mujeres, bien lo muestra el espejo en que miramos, este deseo les lleva a una relación torturada con sus cuerpos. Llegan a adquirir, en esta particular teología del cuerpo, en esta escatología de salvación, de arribada al empíreo, a la gloria eterna, que la transformación, el cambio en esas desmenuzadas partes en que descomponen a los cuerpos, es un arreglo para toda una solución de problemas vitales. Cuando en la actualidad las oportunidades están, en apariencia, tan a disposición de las mujeres, una rígida pauta de negación de la comida y un rígido comportamiento de nones a los apetitos sexuales y emocionales, nos permite conocer que no todo va bien para las mujeres. Rechazan la comida en una negación simbólica de lo que la cultura que se impone pretende ofrecer: hartera. Pero también para ofrecer gárrulos cuerpos al machito que le exige hasta como esos cuerpos deben estar para desearlos.

Enumera sus defectos: sus caderas son demasiado anchas, sus pechos demasiado pequeños, grandes o no están firmes, sus muslos son fofos, sus piernas son demasiado cortas, sus tobillos están muy hinchados, la carne de la parte del antebrazo floja en demasía, sus cabellos muy finos, su nariz abundantemente larga, su bello facial digno de la mujer barbuda y circense, y así hasta descomponerse en un adefesio que jamás alcanzará a ver a Dios cara a cara, por su culpa.

Hasta el ritual matutino de arreglarse puede estar lleno de tensiones. De tal manera que es un ejercicio de composición de imagen, como si la flor hubiese de ser distinta cada día, y de la exaltación de la moral, elevándola a montañas altas, de la alegría y de las ganas de vivir. Para algunas se trata de un acto creativo, de reunir materiales de acá y de allá, colores y formas, de manera que resulte algo, su cuerpo, expresivo. Para otras, en cambio, el acto de ponerse la ropa supone una dolorosa lidia con un cuerpo, que la ocupa, que no es satisfactorio. Es un juego de camuflaje aprendido en la larga guerra con el macho, ocultación y engaño para transformar en sentimientos positivos los negativos que tienen hacia su cuerpo. Es una reyerta a brazo partido con el dragón que guardan, con la ciudad que vigilan desde las atalayas, con las llanuras que las ocupan, entre el Volga y el Rhin. Derrumbar, violar la creencia, arrasar la ciudad, entrar a saco en la llanura, matar al dragón que guardan, es la tarea de la que no son conscientes. El machito ayuda a olvidar, a no darse cuenta, a utilizar el disimulo hasta hacerse disimulo ella misma.

El seguir la moda y tener una buena apariencia no es precisamente tarea inconsustancial y vana, un entretenimiento placentero: es un mandato del más allá, un imperativo de los dioses y ley de leyes, que no se codifican por obvias y versátiles.

Al igual que muchas mujeres esta crece y ostenta toda una jerarquía que quiere cambiar. Su vida de estudio es atractiva; pero su vida personal no le iba bien. La había dejado, él, a los dieciocho meses de estar con ella y trataba de encontrar un asidero donde acogerse, fuera del descontrol de su vida, embarcándose en un programa de salud y belleza. Sabía, en lo profundo de sí, que no era el estado de su cuerpo el causante de que la abandonara. En realidad ni siquiera estaba segura de que quisiera estar con aquel hombre; pero se sentía desolada, náufraga, nómada y ansiosa y se aferraba al ejercicio y la dieta como una forma de probarse a sí misma que podía tener una actividad seria. Se aficionó al ejercicio y al espejeante salón de belleza. Cuando los amigos le preguntaban cómo se encontraba, comentaba el estado de su cuerpo, como si éste fuera un indicativo de su bienestar emocional, confundiendo el fémur con las témporas. Porque hablar de los cuerpos, de las dietas, la gordura, de la esbeltez y de lo que no va bien a la anatomía es un tópico para la conmiseración. Además, al ser algo con lo que todas las mujeres pueden identificarse y, por lo tanto, un tópico en sí mismo afianzador, se ha convertido en un código que éstas utilizan para hablar de sus sentimientos íntimos.

Código secreto, por otra parte, a estos que pretenden mirar a través del espejo. Ese código se nos presenta, en su superficie, al revés, como sabe el más pintado.

Detrás de las declaraciones de intentos de restricción de dietas y de empezar algún tipo de ejercicios, están las historias de represiones y resoluciones sobre otras materias ( sexuales, políticas, sociales), sobre el tabú en el que las mujeres desean, sobre la necesidad de mantenerse activas. Si controlo mi apetito puedo controlar mi angustia. Si comienzo a correr acallo la parte de mí que me ve como perezosa. Los sentimientos de infelicidad se traducen en sentirse gorda; los sentimientos de incompetencia general o de holgazanería son trasladados al cuerpo como señales de flojedad. Además, gastar tiempo con el cuerpo es, para las mujeres, una manera, legítima, de estar pendientes de sí mismas o comprometidas consigo mismas. Si ello duele, tanto mejor. Aquí se debiera ilustrar con alguna parábola sobre el sadomasoquismo femenino. Tarpeya vendría como heroína pintiparada. Hay diversas versiones sobre su historia. El aerobic y el esfuerzo físico han reemplazado al peluquero como formas de tortura que aportan un bien. El fin de toda privación y castigo es el de poderse sentir bien en ellas mismas, las ninfas atractivas. Y, sin embargo, la recompensa de esto no es más que transitoria. Lo que se ha logrado y conquistado hoy tiene que ser relogrado y reconquistado mañana.

Tarea de Penélope. El fin de la feminidad aceptable es siempre cambiante y esquivo. Y el machacón canto sigue teniendo razón y mandato: la mujer es voluble como pluma al viento. Escrita la letra en múltiple interpretaciones.

Es bien sencilla la historia de Tarpeya, que se mencionó antes. Después del rapto de sus mujeres, los sabinos, como machitos bragados y que los tenían bien puestos, asediaron la incipiente Roma. Los romanos habíanse refugiado en la fortaleza, en la ciudadela del Capitolio. La vestal Tarpeya se dice que estaba enamorada, en su virginidad, de Tito Dacio, jefe de los sabinos. Hija de Septimio Tarpeyo, gobernador de la ciudadela de Roma. Hay diversas versiones; pero todas hablan de traición y entrega, de engaño e inseguridades, de afrenta y ambición. Tarpeya, en su amor por Él -digo por Tito Dacio- dio a éste las llaves para que entraran los sabinos y tomaran la fortaleza, castigando a los romanos. En premio o castigo (no sabemos del masoquismo de la joven heroína) la arrojaron los sitiadores desde la alto de la ciudadela. Otra versión distanciada nos dice que la virgen se dejó seducir por el enemigo y les prometió la entrada en el fuerte que guardaba su padre con tal de que le dieran lo que llevaban en el brazo izquierdo (refiriéndose, posiblemente, a los brazaletes de oro). Al pasar a la ciudadela el rey Tacio le arrojó el brazalete y el escudo, que también llevaba en el mismo brazo, e igual hicieron los demás. Así que murió ahogada y agobiada bajo el peso de los escudos. (Parece haber aquí una enseñanza contra el uso de los eufemismos, por el decir lo que lleváis en el brazo izquierdo). Está enterrada en la roca Tarpeya. El recuerdo de Tarpeya, hoy, está unido a las grutas del monte Capitolino. Las jóvenes romanas dicen que, convertida en una especie de hada subterránea (¿gorda o delgada?) vive en aquellas concavidades en un palacio de oro y rubíes.

En la actualidad y en el futuro, se ve en la bola de cristal del espejo, la mujer ha visto aumentada la preocupación de su enterrado cuerpo, de su cuerpo entre escudos, con respecto a la imagen de su cuerpo, cuando tiene un mayor sentimiento de su derecho al mundo exterior, a salir del hogar romano, del hogar, y ser amante, por ejemplo, de un jefe sabino. Al mismo tiempo que la liberación de las mujeres se ha puesto en marcha un nuevo movimiento que insiste en que hacer del cuerpo, de la ciudad amurallada y vigilada de féminas, una palestra apropiada para los ubicuos intereses de las donas y como una muestra más de su irredenta sumisión al macho que las subyuga, no sólo, sino que acaba con ella, condenándola a ser soterrada hada entre peñas, eso sí, en palacios de oro y rubíes: sus propios cuerpos.

Busquemos otro recoveco distinto, otra forma de ser. Miremos otro lado distinto del espejo. Limitemosnos al lenguaje informativo salpicado de esos imprevistos a que nos acostumbran los plumíferos testaferros. Digamos pues, escribamos o leamos: persiguen la humillación del hombre-víctima. La violencia sexual contra los varones preocupa. El fenómeno puede obedecer al cambio de hábitos sociales, al nuevo papel que la mujer tiene en la sociedad, simplemente, a que nadie se atrevía a plantear el problema de los hombres violados por mujeres. Preocupan las reacciones de las víctimas por estas agresiones. Otra cara de la moneda de una sóla cara: el punto capital y geométrico.

Un equipo de investigadores está trabajando en un buen número de casos. Los responsables de las investigaciones no quieren aportar datos, no muchos. Remiten a los informadores del aparente, insólito, asombroso, novedoso fenómeno a una revista que recientemente trató el asunto y aseguran que el problema es más grave de lo que cree la publicación.

Los expertos solamente estudiaban los problemas de los varones violados por seres de su sexo, sobre todo en las cárceles; pero uno de ellos declaró que una de cuatro violaciones sufridas por hombres ha sido perpetrada por mujeres, no por los lujuriosos machitos de turno.

La violación de hombres por mujeres, presentada como muestra del poder del sexo femenino, aparece frecuentemente en distintas literaturas. En el Tibet aún hoy se habla abiertamente de las, relativamente, recientes bandas femeninas que atacaban en las montañas, serranas de la Vera ellas, a los viajeros, les robaban y violaban.

Las mujeres solían amenazar de muerte con cuchillos u otras armas. Las violadoras tibetanas no pretendían humillar a sus víctimas, sino preservar lo que podría llamarse su especie. (Viene bien este lugar para recordar la leyenda de las conocidísimas señoras amazonas). Las niñas tomaban el relevo de las féminas. Los niños eran asesinados al nacer, despeñados por rocas tarpeyas.

Según los incipientes estudios que se realizan, en principio parece que las violadoras no intentan la reproducción o la satisfacción sexual, sino la humillación del varón que es su víctima.

Los jueces y policías, dicen los testimonios en poder de los investigadores, venían rechazando denuncias muy antiguas. Los jueces dudaban también, frecuentemente, de testimonios de mujeres opinando que voluntariamente se podía evitar una violación.

La humillación de los hombres lleva a serios problemas, largos laberintos de Ariadna, que incluyen depresiones, pérdidas de la libido, impotencia y miedo a la sociedad.

El hombre ha sido enseñado para controlar la relación con la mujer, para dominar, la virilidad radica en ello. El hombre, el macho, el violado pierde este sentido de distinción entre él y el otro sexo.

Los tratamientos de recuperación pueden durar años, y, aun así y ser todavía experimentales, no siempre tienen éxito.

El fenómeno, cuyos estudiosos no opinan que sea nuevo, sino que se ocultaba cuidadosamente, comienza a conocerse ahora. Se opina que estos inicios pueden ser la punta del iceberg, como cuando se empezó a tratar públicamente la violación de mujeres.

No se han conocido ahora reacciones a este planteamiento que, sin duda, sorprenderá en el ámbito por la amplitud con que se expone.

En los últimos años se han intensificado las actitudes de protesta, por parte de los movimientos feministas, que reivindican, con energía, el derecho a la libertad sexual de la mujer, víctima de todo tipo de agresiones sexuales, por parte del varón, o, en el caso del asesinato de la calle Morgue, del gorila. Pero siempre del macho.

Algunos casos que se han conocido, en sentido contrario, no han pasado de ser anecdóticos, frente a la avalancha de noticias que dan cuenta de agresiones de todo tipo y tipejos, en el terreno de lo sexual, de que las mujeres son víctimas. Parece que, considerado por mente cínica tan a la moda, se va perdiendo el monopolio. Los hombres también son violados.

Y como pasa el tiempo irremediable por la faz de la tierra, hagamos que también pase por la cara de estas palabras enlazadas y por los nombres de personajes que ellas nombran. Y se dicen veinte años como se podría decir una eternidad. Tenemos a ella hecha una mujer madura, contemporánea siempre. Superada de historia adolescente, trasegado el mal sorbo del amor a él y el abandono. Aventuras luego, fugaces, lo que a todas, y acomodo social con trabajo. Se debate entre el miedo y el placer. Hemos ganado poco. Incluso parece que a cada libertad ganada corresponde una larga y eficaz campaña de miedo en torno a esa libertad. Las verdades son a medias, mediadas ladinamente, mendaces, las conclusiones provisionales se convierten en miedo y la ansiedad circula velozmente. Un cuervo negro ronda su cabeza. Una serie de misterios punitivos planean sobre nuestras sociedades, unas plagas misteriosas castigan los gozos logrados y el terror se difunde, vagamente aliado a la educación monjil antañona de hace veinte años, del dragón que guardaba. El pecado se paga en el más acá. Algún refinado decadente puede encontrar un placer duplicado por la suma de miedos, pero la sociedad es más natural y encuentra poca gracia en esta conjunción.

Tenemos modernas enfermedades que se relacionan con la sexualidad y, concretamente, con la que antes se llamaba pervertida, aunque, poco a poco, se van extendiendo a la normal. Produce un autofreno, un encerrarse en el castillo de uno mismo, ponerse diques a los deseos y las esperanzas y especulaciones en torno a esas dolencias son un auxilio para limitar libertades apenas conseguidas. Ciertos métodos anticonceptivos en mujeres son presentados como malignos por la ciencia, menos en caso que sean señoras de más de veinticinco años, compañeras de un solo hombre y que hayan tenido ya, al menos, un hijo. Retrato moral versus retrato científico.

Otros placeres aparecen aguatintados de miedo y así hay algún científico, óptico u oftalmólogo, que repite que leer estos textos puede ser nocivo para la salud de la vista, y, por tanto, impremiables, sobre todo si se leen en la oscuridad o se aleja, el libro, demasiado, o lo acerca mucho. Misterios inagotables son la contaminación de la comida, la del aire: respirar es altamente peligroso, casi tanto como salir de vacaciones o tomar un vuelo en algún aeropuerto. Pero no basta con recluirse y rechazar la peligrosísima vida: alguien fumará junto a nosotros, volará sobre nuestras cabezas, se embriagará en los pisos vecinos. Un vagabundo llama, comido de moscas, a la puerta, y esas moscas portan gérmenes.

Más próxima a la muerte, donde ya quedamos claro que la libertad no existe, la idea de una sociedad aséptica y asexuada. Vivir en guardia es una angustia. El daño existe y las bases de información están echadas.

Perdida entre la gente, en la proliferación técnica, entre personas mezcladas y clases sociales, la conquista de la libertad, de la libertad individual y colectiva, ha modificado la vida extraordinariamente, y le han expuesto a algunos riesgos distintos de los que había. Se debe huir de los modernos miedos y del aumento de la noción de peligro en el mundo. La lucha feroz contra la ñoñería, insulsez, pazguatería, dentro de una noción, cada vez más calara, de los riegos que se corren. Función de uno mismo.

Dicen que arribó a las playas del espejo, desbordándolo e inundando la habitación donde se hallaba, unas aguas, trayendo el recato del recato y una nueva valoración positiva de la virginidad, del romance y de la fidelidad. Hace cuarenta años se estaba en ello. Volvemos a encontrarnos que estamos con la serpiente que se come la cola.

El espejo queda inundado y salimos más que aprisa de la habitación. En él, entre sus aguas chapotea inmersa nuestra mujer.

Una de las formas del conocer es la analogía, relación de semejanza entre cosas distintas, congruencia, concordancia, conformidad, unanimidad, coincidencia.

A lo lejos veo dos erectas formas que no sería difícil tomar por pinos, de un tamaño superior a dos bolígrafos. En efecto, son dos edificios enormes. Y ,aunque dos pinos, al primer vistazo, no se parecen en nada a dos bolígrafos, ni siquiera a dos edificios, se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que manejando los hilos de la prudencia analógica, un pino no difiere bastante de un edificio como para hacer inconcebible la comparación entre ambas formas arquitecturales, o geométricas, o geográficas.

Y hay que advertir además que, aun cuando una potencia superior nos ordenara, en términos precisos, arrojar de nosotros a los abismos del caos y la imprecisión, o tal vez de la locura, las juiciosas comparaciones hechas hasta el presente para ilustrar en este texto, que todos han saboreado impunemente, no debe perderse de vista este axioma primordial: Todo es analógico; y las personas, animales y plantas, así como las cosas, son unas y las mismas.